El pueblo lo busca: "se acercaban a él de todas partes" (Mc. 1,37.45), se asombraban de lo que hacía" y alababan a Dios diciendo: ¡Nunca hemos visto cosa igual!"! (Mc. 2,12). La gente "disfrutaba escuchándolo" (Mc. 12,37), y surgía la conciencia crítica en el pueblo oprimido frente a sus líderes (Mc. 1,21-22.27).
Pero los grandes del poder tenían cada día más miedo (Mc. 3,6-7.22-23; Lc. 4,28-30; 11,53-54), sobre todo porque el pueblo sencillo lo reconocía como enviado de Dios (Jn. 7,48-49; 11,48; 11,25-26).
Por eso buscaron el modo de eliminarlo (Jn. 7,1.19.25.30.32.43-44; 10,39-40), hasta que las autoridades judías tomaron la decisión de acabar con él (Jn. 11,47-54.57). Terminaron por ponerlo preso (Mc. 14,46), lo acusaron con testigos falsos (Mc. 14,55-56). Se escandalizaron de su pretensión de ser "el Mesías, el Hijo de Dios bendito" y, con el sumo sacerdote al frente, lo condenaron a muerte (Mc. 14,61-64), sobre todo como blasfemo. Pero ante el poder civil del gobernador romano, Pilato, lo acusaron "de muchas cosas" (Mc. 15,3), según el plan que habían preparado (Mc. 15,1). Entre otras, lo acusaron de subversivo, agitador, amenaza para el poder político romano (Lc. 23,1-2).
Para mantener la unión y la paz entre las autoridades religiosas judías y la autoridad civil romana (Jn. 19,12.15), y los privilegios de unos y otros, el Sanedrín judío y el gobernador romano mataron a Jesús (Jn. 19,16).
Lo torturaron (Mc. 15,16-20), lo crucificaron entre dos bandidos (Mc. 15,27). Y murió sólo y abandonado. (Mc. 14,50; 15,33-34) ¡Entregó su vida! (Mc. 14,36; Lc. 23,46; Jn. 10,17-18).
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