sábado, 26 de marzo de 2011

JESUS DENUNCIA LA ACUMULACION Y EL ACAPARAMIENTO DE LOS BIENES (Lc. 12,13-31)


Se trata del que piensa ante todo darse una buena vida. Y para eso "amontona riquezas para sí" . Su seguridad prevalece, está sobre todo.
Toda su confianza está puesta en los "muchos bienes almacenados para muchos años". Prácticamente niega a Dios. No es un "hijo de Dios". no lo tiene en cuenta.
Su riqueza es injusta" (Lc. 16,8.9.11) porque está privando a otros de lo que necesitan.
No se comporta como hermano: no comparte
Y es un insensato porque "para Dios no es rico".
¿Cómo será rico para Dios? Pues buscando que él reine. Y ¿podrá reinar Dios en sus hijos si al acumular y acaparar empobrecen a otros seres humanos, hijos igualmente de Dios?
Ante Dios la existencia de aquel que "amontona riquezas para sí, y para Dios no es rico", es una existencia sin sentido para el reinado de Dios, aquí y cuando le reclamen la vida.
La verdadera riqueza de la vida es ser don para los otros.
Rico para el Reino, rico para Dios es el que tiene en cuenta en su vida a Dios, confía en él como hijo, y comparte sus bienes con los otros.

¿LO MATARON? ¡ENTREGO SU VIDA!


El pueblo lo busca: "se acercaban a él de todas partes" (Mc. 1,37.45), se asombraban de lo que hacía" y alababan a Dios diciendo: ¡Nunca hemos visto cosa igual!"! (Mc. 2,12). La gente "disfrutaba escuchándolo" (Mc. 12,37), y surgía la conciencia crítica en el pueblo oprimido frente a sus líderes (Mc. 1,21-22.27).
Pero los grandes del poder tenían cada día más miedo (Mc. 3,6-7.22-23; Lc. 4,28-30; 11,53-54), sobre todo porque el pueblo sencillo lo reconocía como enviado de Dios (Jn. 7,48-49; 11,48; 11,25-26).
Por eso buscaron el modo de eliminarlo (Jn. 7,1.19.25.30.32.43-44; 10,39-40), hasta que las autoridades judías tomaron la decisión de acabar con él (Jn. 11,47-54.57). Terminaron por ponerlo preso (Mc. 14,46), lo acusaron con testigos falsos (Mc. 14,55-56). Se escandalizaron de su pretensión de ser "el Mesías, el Hijo de Dios bendito" y, con el sumo sacerdote al frente, lo condenaron a muerte (Mc. 14,61-64), sobre todo como blasfemo. Pero ante el poder civil del gobernador romano, Pilato, lo acusaron "de muchas cosas" (Mc. 15,3), según el plan que habían preparado (Mc. 15,1). Entre otras, lo acusaron de subversivo, agitador, amenaza para el poder político romano (Lc. 23,1-2).
Para mantener la unión y la paz entre las autoridades religiosas judías y la autoridad civil romana (Jn. 19,12.15), y los privilegios de unos y otros, el Sanedrín judío y el gobernador romano mataron a Jesús (Jn. 19,16).
Lo torturaron (Mc. 15,16-20), lo crucificaron entre dos bandidos (Mc. 15,27). Y murió sólo y abandonado. (Mc. 14,50; 15,33-34) ¡Entregó su vida! (Mc. 14,36; Lc. 23,46; Jn. 10,17-18).

El cual nos bendijo con toda bendición espiritual: La alternativa que propone Jesús

El cual nos bendijo con toda bendición espiritual: La alternativa que propone Jesús: "El mensaje de Jesús plantea una alternativa al poder que en este mundo ejerce la riqueza y el dinero. Allí donde éstos se erigen en valores ..."

La radicalidad de las exigencias de Jesús


 Como es sabido, las condiciones que Jesús pone para se­guirlo se formulan en los evangelios con una gran radicalidad y afectan de manera particular a la cuestión del dinero y la riqueza.
En el pasaje del llamamiento a los primeros discípulos, éstos, por seguir a Jesús, dejan sus medios de vida y abandonan, incluso, al propio padre (Mc 1,16-2 la pars.). Cuando, más tarde, Jesús lla­ma a Leví/Mateo, el recaudador de impuestos, ocurre otro tanto (Mc 2,14 pars.).
A los candidatos al seguimiento, Jesús les propone la renuncia a toda estabilidad y una total disponibilidad (Mt 8,19-20 pars.); así como, desentenderse del pasado (Mt 8,21-22 pars.) y romper con todo particularismo (Lc 9,6l-62). A sus propios discípulos los invita a que vendan sus bienes y lo den en limosna (Le 12,33a).
Entre las instrucciones que da Jesús al enviar a los Doce (Mc 6,7-13 pars.) y también, según Le, a los Setenta (Le 10,1-12), se encuentra la de que vayan desprovistos de dinero y de cualquier otro medio que pueda proporcionarles seguridad. Los deja, pues, a merced por completo de la generosidad de los demás, para que así aprendan a confiar en la gente. Mt añadirá a estas instrucciones la recomendación de Jesús de que por el camino ayuden a todos desinteresadamente (Mt 10, 8b).
Según Lc, a las multitudes que acompañan a Jesús camino de Jerusalén, éste les hace ver, sin ambages de ningún tipo, lo que implica ser discípulo suyo:
«Si uno quiere venirse conmigo y no me prefiere a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y se viene detrás de mi, no puede ser discípulo mío» (Le 14,25-27).
A continuación, los invita a reflexionar seriamente antes de comprometerse al seguimiento (vv. 28-32); para concluir con unas palabras de una radicalidad extrema: Esto supuesto, todo aquel de vosotros que no renuncie a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío (v. 33).
Esta misma renuncia es la que propone Jesús al rico que se acerca a preguntarle qué tiene que hacer para heredar vida definitiva (Mc 10,17 pars.). Después de responderle y de comprobar su ho­nestidad, lo invita al seguimiento poniéndole como condición previa que venda todo lo que tiene y se lo dé a los pobres. para que así su única riqueza sea Dios. Ante semejante propuesta, el rico, por ap­go a sus posesiones, renuncia a seguirlo (Mc 10,17-22 pars.); puede más en él la seguridad del dinero que la de Dios. Jesús aprovechará la ocasión para hacer ver a sus discípulos que aquellos que confían en la riqueza no son aptos para la sociedad nueva o reino de Dios (Mc 10,23-27 pars.).
Tras el primer anuncio de la pasión, muerte y resurrección, y la tentativa de Pedro, como representante de los demás discípulos, de desviar a Jesús de su camino (Mc 8,31-32 pars.), éste reitera una vez más a todos los suyos las condiciones para el seguimiento: Si uno quiere seguir detrás de mí, reniegue de sí mismo y cargue con su cruz; entonces, que me siga (Mc 8,34 pars.).
Cuando sus seguidores discuten sobre grandezas o primacías. van buscando la gloria humana, el poder o el dominio, y se dejan llevar de actitudes autoritarias o violentas, Jesús es tajante con ellos: les recuerda que el que quiera ser primero ha de ser último de todos y servidor de todos (Mc 9,33-37 pars.); que el seguidor ha de estar dispuesto a asumir, como él, el fracaso, el descrédito y hasta la muerte a manos de los hombres (Mc 10,35-41): que entre ellos, a semejanza suya, no ha de haber otra grandeza que la del servicio ni otra disposición que la de la entrega sin regateo a los demás (Mc 10,42-45 pars; cf. Jn 13,1-17); y que deben desechar toda actitud autoritaria (Mc 9,38-41 pars.) o violenta (Le 9,51-56).
Cuando públicamente denuncia el comportamiento de letrados y fariseos, acusándolos de buscar el reconocimiento social, de vestir con ostentación, de que les encantan los puestos de honor, que les hagan reverencias por la calle o que los llamen maestros (Mt 23.5-7 pars.), Jesús advertirá a los suyos que han de comportarse de un modo diametralmente opuesto:
«Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar «Maestro” (lit. Rabbí), pues vuestro maestro es uno solo y todos vosotros sois hermanos; y no os llamaréis «padre” unos a otros en la tierra, pues vuestro Padre es uno solo, el del cielo; tampoco dejaréis que os llamen «directores«, porque vuestro director es uno solo, el Mesías. El más grande de vosotros será servidor vuestro; pero al que se encumbre, lo abajarán, y al que se abaje, lo encumbrarán» (Mt 23,8-12).
Como puede apreciarse, las exigencias que Jesús plantea al que quiera seguirlo son de tal calibre que espantan. Sobre todo, las que atañen a la cuestión económica; y más, en un mundo como el nuestro en donde el dinero constituye el valor supremo, al que se subordina todo.
Cabría, hipotéticamente, pensar que en una sociedad predominantemente campesina, como la de Palestina en tiempos de Je­sús, donde la mayoría de la gente apenas si tenía nada, su propues­ta pudiera encontrar una acogida más o menos favorable. Pero en nuestro mundo occidental, tan complejo y tecnificado, en el que prevalece una cultura de tipo urbano y en donde la mayor parte de la gente tiene un nivel de vida más o menos aceptable, la propuesta de Jesús, tomada al pie de la letra, resulta prácticamente inviable. Con sinceridad no creo que haya muchos dispuestos a renunciar a todo y a quedarse sin nada. Ni siquiera estoy seguro de que una renuncia de ese tipo sirva para algo.
¿Estará, entonces, reservado el seguimiento de Jesús a una minoría de personas selectas, forjadas en un yunque especial y dispuestas a llevar una vida donde no se tiene ni se posee absolutamente nada? ¿Será verdad aquella interpretación eclesiástica que considera estos textos tan radicales como un consejo que da Jesús sólo a algunos de sus seguidores?
Nada en los evangelios sugiere que las condiciones que Jesús establece para el seguimiento estén dirigidas a una elite. Al contrario, si algo caracteriza al mensaje de Jesús es su universalidad. Su buena noticia va dirigida a la humanidad entera, sin exclusión de nadie; y lo mismo ocurre con su invitación al seguimiento. Otra cosa será la respuesta que esa buena noticia y esa invitación obtengan entre los hombres, que puede ser minoritaria.
Si el mensaje de Jesús y su invitación a seguirlo se dirigen potencialmente a todos, entonces las condiciones que él exige para el seguimiento no pueden ir destinadas a unos pocos. Por tanto, hay que descartar de sus palabras, por radicales que sean, toda interpretación elitista.
¿Qué hacemos, pues, con esos textos que, tomados literalmente, plantean unas condiciones que de suyo en nuestra sociedad resultan impracticables?, ¿guardarlos en el baúl de los recuerdos?, ¿rebajar la radicalidad de su contenido para hacerlo más asumible?, ¿o, simplemente, pasar de ellos y no hacerles caso? Sin embargo, esos textos son para los evangelistas tan importantes que olvidarlos, descafeinarlos o prescindir de ellos sería tanto como reconocer que la adhesión y el seguimiento de Jesús son inviables y que su propuesta de cambio radical es tan descabellada que ni siquiera merece que se la tenga en cuenta.
A mi modo de ver, los textos en cuestión contienen formulaciones extremas, muy frecuentes en la Biblia, que no podemos tomar al pie de la letra.
A nadie se le ocurre, por ejemplo, interpretar literalmente los textos sinópticos en los que Jesús manda a sus seguidores que se corten la mano o el pie, o que se saquen el ojo, cuando cualquiera de esos miembros u órganos ponga en peligro la fidelidad al mensaje (Mc 9,43-48 pars; cf. Mt 5.29-30). Tampoco toma nadie a la letra el texto antes citado de Le 14,26 que, traducido literalmente, dice así:
“Si uno quiere venirse conmigo y no odia a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y herma­nas, y hasta a sí mismo, no puede ser discípulo mío”.
Y lo mismo podría decirse de otros muchos textos.
Pues bien, los textos evangélicos que establecen las condiciones del seguimiento de Jesús entran dentro de la categoría de formulaciones extremas y, como tal, no hay que interpretarlos literalmente.
Una formulación extrema es aquella que propone una opción radical mediante una situación límite. Esa situación es sólo el recurso literario para expresar la radicalidad de la opción, pero ni puede generalizarse ni se propone como meta a alcanzar. Constituye un recordatorio, a la hora de tomar la opción, de las condiciones de vida denigrante a que se ven forzados muchos seres humanos y sirve para impedir que nadie se eche atrás ante las exigencias de la realidad por duras que sean ni aduzca pretextos para no tomar la opción propuesta.
Aplicando estos principios a las durísimas condiciones que Jesús establece para el seguimiento, relacionadas siempre con el dinero, ten­dríamos que lo que se pretende con ellas es invitarnos a que optemos decididamente por una forma de vida que no esté movida ni regida por el dinero, sino que esté animada y orientada por Dios. Lo que se nos quiere proponer con esas condiciones es que nunca nos consideremos propietarios exclusivos de nada y que pongamos a disposición de los demás todo lo que somos y tenemos, prioritariamente de los pobres, porque son ellos los más imperiosamente necesitados de la generosidad humana. Si somos capaces de compartir lo nuestro con los que nada tienen, sere­mos también capaces de compartirlo con cualquiera.
Dicho de otro modo, con estas formulaciones radicales se nos invita a que optemos por ser, no por tener; por la generosidad y el compartir, no por la ambición, la codicia o la tacañería; por el servi­cio y la solidaridad, no por el dominio de los otros, el egoísmo y la desigualdad; por situarnos al lado de lo pobres y ofrecerles lo que esté a nuestro alcance, no al lado de los poderosos; por la verdadera seguridad y riqueza, que se encuentra en Dios y no en el dinero.
En definitiva, como en otros pasajes evangélicos, se trata en estas formulaciones extremas de optar por todo aquello que contribuye al auténtico desarrollo de los seres humanos y hace posible una sociedad entrañable y justa.